DOMINGO XXXIII DEL TIEMPO ORDINARIO (CICLO B)

 “Entonces verán venir al Hijo del hombre sobre las nubes con gran poder y gloria”

                                                                                                    Monteagudo, 14 de noviembre de 2021

Ya nos estamos acercando al fin del año litúrgico, por eso los textos de estos días tienen un carácter especial, suena como el fin del mundo, muy catastróficos, pero de fondo hay esperanza y vida, porque la palabra de Dios nos va a enseñar en estos días finales del año litúrgico, cuál es la meta y cuál es el camino que debemos andar para poder llegar a la meta: la meta es la vida plena con Dios, el camino es Jesús.

La meta y el camino están dados por Dios, ahora nos queda elegir, si por el camino del bien o del mal, si queremos la vida o la muerte.  Ahí nos damos cuenta en la primera lectura: Entonces los sabios brillarán como el fulgor del firmamento, y los que enseñaron a muchos la justicia, como las estrellas, por toda la eternidad; en cambio, los impíos resucitarán para vergüenza e ignominia eterna; así que nos toca asumir con responsabilidad la vida, para poder dar con el camino correcto que es el mismo Jesús.

Esta forma de mostrarnos Dios la salvación, no encaja en nuestra mentalidad, pero así es su pedagogía, en momentos duros y dramáticos o apocalípticos también entra Dios para salvarnos, por eso los textos de estos últimos días, tienen un carácter especial de vida y esperanza.


En la segunda lectura, vemos a Jesús, que es el camino para llegar a la meta, que se ofrece como víctima para salvarnos del pecado, de la muerte y la ley, que se viene a ofrecer con ofrenda para nuestra salvación, Él se encuentra ahora junto al Padre que es la meta, pero desde ahí los tres, mejor dicho, la Trinidad sigue salvándonos: “Donde hay perdón, no hay ofrenda por los pecados”. El Señor nos invita y nos sigue invitando a volver a Él para ser salvados, sintámonos salvados por Dios Padre por medio de su Hijo.

En el evangelio nos damos cuenta que también el discurso de hoy tiene ese carácter apocalíptico, que pareciera una película de ciencia ficción, pero de fondo, vuelvo y repito, está la salvación de Dios, porque nuestra vida cristiana no puede ser una destrucción, sino que tiene que ser una nueva creación, donde no hay llanto, dolor y sufrimiento. Tenemos claro que en este mundo hay muchas injusticias, llanto y dolor, pero la representación de este mundo pasará, y algún día llegaremos a la meta final, donde veremos a Dios cara a cara y ya no habrá dolor, sino vida plena, por eso hoy se nota mucho la vida plena y la esperanza. Ya que el Señor es quien hace nuevas todas las cosas.

Al final de la meta está Dios, pero no es cualquier Dios, es el Dios que nos ha dado y mostrado Jesús, además nos ha enseñado cuál es el camino por donde debemos de ir hasta allá: Un Dios que quiere la vida, la dignidad y la dicha plena del ser humano, es Él quien tiene la última palabra. Un día cesarán los llantos y el terror, y reinará la paz y el amor. Dios creará «unos cielos nuevos y una tierra nueva en los que habitará la justicia» (2 Pe 3, 13). Esta es la firme esperanza del cristiano enraizada en la promesa de Cristo: «El cielo y la tierra pasarán, mis palabras no pasarán» (Mc 13, 31).


No puedo terminar esta reflexión de hoy, sin hacer mención a la Jornada Mundial de los pobres que hoy celebramos: «A los pobres los tenéis siempre con vosotros». Me permito subrayar algunas palabras del Mensaje del Papa Francisco: El rostro de Dios que Jesucristo nos revela es el de un Padre para los pobres y cercano a los pobres. Toda su obra afirma que la pobreza no es fruto de la fatalidad, sino un signo concreto de su presencia entre nosotros. No lo encontramos cuando y donde quisiéramos, sino que lo reconocemos en la vida de los pobres, en su sufrimiento e indigencia, en las condiciones a veces inhumanas en las que se ven obligados a vivir. No me canso de repetir que los pobres son verdaderos evangelizadores porque fueron los primeros en ser evangelizados y llamados a compartir la bienaventuranza del Señor y su Reino (cf. Mt 5,3).

 

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